MADRID, 10 Abr. (CulturaOcio - David Gallardo) -
En tiempos de confinamiento no es el reguetón el que te va a echar un cable. Lo va a hacer, te va a ayudar, volver a los discos clásicos de Pink Floyd, de los Stones, de los Beatles, de Michael Jackson, de, no sé, toda esa gente.
El reguetón es fugaz, es postureo, es Instagram. Es siglo XXI, eso también es verdad y si tiene que ser así, pues que sea así. Pero no parece que el reguetón sea un ancla a tierra. Hay demasiada exposición y falta de hondura ahí.
Los seres humanos, por fortuna y como por desgracia estamos descubriendo en confinamiento, somos más complejos que ese compás de 4/4. El pum ta pum ta pum. El bombo, la caja. El bien, el mal. Esto, aquello. No, claro que no, no somos eso.
Por suerte o por desgracia, uno está pendiente de todos los lanzamientos musicales cada viernes. Y las listas de novedades son desoladoras, te quitan las ganas de seguir escuchando, mientras te llegan correos de las discográficas usando adjetivos como "emblemático, legendario, icónico, viral".
Esto de meter viral al nivel de emblemático, legendario o icónico es un desaparrame absoluto. Porque las notas de prensa, por cierto, llegan pobladas de números, de likes, de streams, de visionados. Como si los números 1 no hubieran estado siempre comprados, como si ahora resultara que la música es algo cuantitativo.
Una vez, hace unos años, me dijo Charles Aznavour: "Las canciones que quedan en la memoria colectiva no son números 1". Es generalizar, efectivamente, ¿pero acaso mentía el viejo francés? Todos gozamos por imposición los números 1, pero nos emocionamos en privado con esas otras canciones que nos llevaremos con nosotros.
Tengo la ligera sensación de que más allá de 'Gasolina' o 'Despacito', como género, el reguetón ya pasó. Lo estamos viendo pasar. La cantidad de canciones nuevas cada semana, perpetadas en diez minutos, son el signo de nuestros tiempos y miremos cómo estamos. Bien no parece.
Cada generación que encumbre a los suyos, claro. Al mismo tiempo, hay algo muy especial en regresar a vinilos a punto de ser añicos y escuchar lo que pasa dentro de sus surcos con una aguja mediante: Lo que pasa es que ahí tocas una vena e igual incluso sangra.
El rock está muerto, eso lo podemos aceptar sin forense impertinente. Pero está muerto porque era rebelde, aborigen y asustaba a los papás. Eso es justo lo que hace el reguetón y por eso cumple su función social. Pero del rock llevamos hablando ya como ochenta años y ahora lo que vuelve es el swing, que ya estaba antes.
Cada generación tiene el derecho y la obligación de confrontarse con la anterior. A poder ser, culturalmente solo. Eso está pasando y así está bien. Pero pongamos en duda la vigencia eterna de un mensaje que sí encierran otras creaciones artísticas pretéritas.
El mundo no necesita al reguetón porque el reguetón no nos va a salvar. Nos salvarán, en todo caso, canciones y discos enteros que hacen bailar a nuestros hijos la primera vez que los escuchan. Si ponemos a Bruce Springsteen a nuestros pequeños, se entregan. Eso pasa por algo genuino y no tiene que ver con las fechas.
Es por ello que lo que todo esto, que empezó como una broma a partir de un titular, cobra sentido de alguna manera. Larga vida al reguetón, por qué no para quien le funcione. Pero, sobre todo, larga vida a las canciones sin etiqueta alguna. Lo que nos haga mover el cucu (y sangrar) estará bien.